domingo, 13 de septiembre de 2015

Abre el paquete


Que un día amaneciera nublado y con un 80% de probabilidad de lluvia significaba que mi dueña se pondría las botas cafés, tomaría su paraguas de cuadritos y usaría su abrigo azul marino. Ese era yo, el abrigo de Celeste, mi dueña.
Era un día de esos cuando nuestra rutina cambio, a Celeste se le hizo tarde para ir al colegio y por lo mismo, dejó su paraguas en la casa. Cuando se dio cuenta era demasiado tarde para regresar por lo que se apresuró a llegar a su clase antes de que la lluvia la alcanzara.
No lo logró.
Rápidamente Celeste nos refugió en el primer local que encontró, un Café, del tipo que solamente se encuentra cuando alguien como Celeste se topa con él por casualidad.
Como la lluvia nos había empapado a ambos, Celeste me colocó sobre el respaldo de la silla y se resignó a que no llegaría a la primera clase, entonces, decidió que era buena idea desayunar algo, y ordenó un chocolate y una tarta de manzana.
Media tarta después la lluvia no aminoraba, y yo, me encontraba empapado hasta el forro, lo único bueno que yo sacaba de esta situación era un viaje a la tintorería donde siempre me trataban como rey.
Celeste fue a secarse y retocarse el maquillaje dejándome abandonado en la silla, entonces tuve la oportunidad de analizar lo que acontecía a mí alrededor. Los meseros se reían detrás de las máquinas de café, una pareja acaramelada compartía un pastel de chocolate en uno de los sillones, un estudiante se peleaba con su computadora portátil y un hombre de 40 años con una gabardina y un sombrero observaba lo que acontecía en el lugar, al igual que yo, pero él desde una esquina.
Observé a este hombre porque supuse tres cosas, la primera, que no tenía nada que hacer en este lugar perdido en el tiempo y el espacio, segunda, parecía ser un depredador buscando a su presa y tercera, en las películas de misterios y policías el culpable siempre era un hombre como él.
En cuanto Celeste se sentó en nuestra mesa, el hombre caminó hacia nosotros. Todavía escucho su voz ronca y demasiado grave diciendo:
 -Sarah, llegas tarde. Necesito que lleves esto con el Sr. Mateo. Ya sabes, la dirección está en el sobre. Y por nada del mundo abras el paquete.
La entrevista fue muy corta, le dejó una pequeña caja y se fue sin darle tiempo a Celeste de decir su verdadera identidad.
Después de esto yo esperaba que Celeste le explicará a alguna autoridad de este misterioso encuentro, no me importaba si era al gerente, a un policía o al mismo presidente, solamente necesitaba que ella se alejara de los peligros, porque, por lo que sabíamos, la pequeña caja amarrada con cordones y un sobre con la dirección de un hotel, podía contener una bomba o las joyas robadas de alguna duquesa. Pero Celeste amaba los misterios y no dejaría pasar este.
Pagó su improvisado desayuno, me tomó del asiento y de la entrada un paraguas negro. Sí, ella se robó el paraguas de alguien, yo esperaba que no fuera del estudiante, él no merecía que su día fuera peor, pero la verdad es que nunca lo supe.
Afuera Celeste se dedicó a buscar un taxi que la llevara al hotel, y yo, por mi parte, me dedique a refunfuñar sobre lo mojado que estaba y sobre lo imprudente que era seguir con la misión.
Veinte minutos después un taxi nos llevó a un lujoso hotel en el centro de la ciudad. De esos hoteles donde el botones tenía un bastón y un sombrero de copa, y la recepción se encontraba adornada con floreros llenos de orquídeas.
Abandonó el paraguas robado en la entrada y entró con esa confianza que yo creía que sólo tenía cuando me usaba, pero creo que me equivocaba. Se acercó a la recepción y dijo ser la Sarah a la que el Sr. Mateo esperaba. La recepcionista pareció dudosa al principio, pero en cuanto mi dueña le mostró el paquete, ella le dijo el número de la habitación y la dejó pasar.
Unos 11 pisos llegamos al número 1110, que resultó ser la habitación más grande que íbamos a conocer en nuestra vida, o bueno eso creíamos. Tocamos un timbre y casi esperamos que nos recibiera un mayordomo, pero no pasó así. La puerta se abrió como por arte de magia.
En mi interior me había formado una imagen del famoso Sr. Mateo, joven, con un traje muy elegante, cabello negro, alto, en fin, un sujeto salido de la televisión. Pero lo único en lo que acerté fue en el traje.
El Sr. Mateo era el mismo hombre que nos entregó el paquete en el café. Celeste se molestó tanto que nos arrojó al piso, a mí y al paquete, mientras le gritaba. Con una tranquilidad impresionante el hombre le dijo:
-Celeste, lamento mucho el engaño, pero necesito saber si abriste el paquete- por supuesto que a Celeste por ningún momento le pasó por la mente la idea de abrirlo, y negó con la cabeza-. Bien, te has ganado tu recompensa: un deseo. Ahora, abre el paquete.




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